Qué emocionante será nuestra vejez. Demostraremos que
empezamos a chochear compartiendo al tuntún algo impublicable.
Quizá una foto, un vídeo o un mensaje que reactive con cosquillas
eléctricas nuestros recuerdos borrosos. Quizá una contraseña. Quizá un secreto,
ese secreto, el secreto.
Nuestros seres queridos dejarán de querernos e intentarán impedirnos
por todos los medios que accedamos a la Red, que los trapos sucios se sigan lavando en
casa, minimizar los daños… pero todo será en vano.
Nuestras pequeñas revueltas impúdicas sentarán
jurisprudencia. Las altas instancias discutirán sobre la propiedad de los
recuerdos, los daños colaterales de los sentimientos, las medidas represivas aplicables.
Intervendrán doctores, peritos y jueces que nos obligarán a
portar inhibidores de conexión.
Buscaremos la forma de compartir sensaciones fuertes. Florecerá
un mercado negro de antenas y enchufes que arrasará los límites de lo público y
lo privado, lo sensato y lo dañino, el silencio y el oprobio.
El número de personas que preferirían vernos muertos medirá el
valor de nuestro silencio, nuestro valor. Alguien pondrá precio a nuestra
cabeza, pero será imposible localizar y borrar todos nuestros archivos. Sembraremos
el futuro con minas de datos.
Ni siquiera nuestra muerte permitirá suspiros de alivio porque
atacaremos desde el más allá, joderemos a quien creamos que lo merece, airearemos
vergüenzas, haremos daño.
Nuestras telarañas de servidores exóticos, avatares
vengadores y tareas programadas llenarán la existencia de nuestro prójimo de
inquietud. Crearemos un nuevo tipo de vértigo. Todos desconfiaremos aún más y nadie
volverá a sentirse a salvo.
Mucho de lo que digamos será mentira, eso no cambiará. Pondremos en marcha la Era de la Sospecha.